«Al día siguiente, Juan vio a Jesús que venía hacia él y dijo:
—¡He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!»
—Juan 1:29, La Biblia (RVA-2015)
Una de las citas más sobadas de Eisenhower habla de que la búsqueda de un chivo expiatorio es la más sencilla de las expediciones de caza. Encontrar a un único culpable que contente a la mayoría para que no tenga que afrontar la culpa y los problemas generados por otras personas ha sido en demasiadas ocasiones una herramienta satisfactoria y tranquilizadora. Y esto es lo que ocurrió en los infames juicios de Salem, donde más de un centenar de mujeres fueron acusadas falsamente de brujería para justificar los problemas del pueblo, ocultar otros y, en general, recuperar el temor a Dios que tan buena herramienta de control había resultado ser en el pasado. Del concepto bíblico del «chivo expiatorio» y su vínculo con las cazas de brujas ya hablamos en la reseña de Redlands (de Jordie Bellaire y Vanesa R. del Rey), pero en Mujeres de Salem se hace más explícita la presencia de motivos religiosos e inquisitoriales, machos cabríos y un pedazo de historia que nos conviene recordar en estos tiempos de resurgir de políticas del pasado que creíamos olvidadas.
A finales del siglo XVII, un chico regala a Abigail Hobbs un pequeño asno de madera como inocente gesto de amor, pero en un pueblo tan tradicional como Salem esto supondrá la disolución de su identidad: ha alcanzado la adolescencia y, por tanto, ahora es una presa a ojos de los hombres. Fuera del conservadurismo retrógrado del pueblo, Abigail conocerá a un nativo americano de rostro pintado de negro, rasgo que hace que los vecinos que los han avistado los tomen por demonios. El claro en el que se reúnen se convertirá en el espacio de libertad de la joven, y arrastrará allí a su amiga y a otras mujeres. Mientras estas reuniones se producen, el reverendo del pueblo ha decidido infundir el temor de Dios en sus habitantes para beneficiarse de su fanatismo y limpiar Salem de quienes la ensucian y corrompen.
Desde la críptica narración en primera persona de Abigail al comienzo del relato, ya nos deja claro el francés Thomas Gilbert que no vamos a leer una historia placentera: «Y después llegó ese día fatídico… El día en que empezó todo…». Es el día en que, por haber nacido mujer, pierde su voluntad y el dominio sobre su cuerpo, sometida a los peligros de la mirada masculina. Recato, silencio, cabeza gacha… Esta pasa a ser su nueva normalidad después de una infancia feliz, como si ser niña hubiese sido el periodo de gracia hasta que su primera menstruación la condenase. Por desgracia, tampoco tenemos que alejarnos tanto del presente para encontrar en nuestra historia (en especial en ambientes rurales) estas mismas maneras y valores, bien arraigados en la moralidad cristiana, con eco en la literatura española en, por ejemplo, La casa de Bernarda Alba.
Pero es que lo que nos cuenta Gilbert es fácilmente reconocible, más allá de lo anecdótico, en nuestro día a día. Desde unas leyes de género (allá donde existen) que son constantemente cuestionadas por sectores tradicionalistas, o solo egoístas y acomodados dentro del patriarcado, hasta la xenofobia integrada en esos mismos y otros sectores que señalan a los diferentes (como los salemitas señalan a los nativos) como causantes de sus propias penurias. Ya no hablamos de maldiciones sobre nuestras cosechas, de brujerías y oscurantismo, pero sí de apropiación de puestos de trabajo o subvenciones; y los discursos de ambas épocas aún convergen en esos extranjeros que «vienen a robarnos a nuestras mujeres». Las mujeres como propiedad de los hombres de su tierra, privadas de voluntad y decisión, sometidas a los designios de los demonios de piel no-blanca que las usurpan.
El pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla, nos sugiere constantemente el francés a lo largo de la obra mediante un recurso gráfico revelador. A medida que la decadencia del pueblo y sus gentes va en aumento, la iconografía demoníaca empieza a hacer acto de presencia y, de tanto en tanto, se intercala un plano de un grabado medieval que sirve de eco a la viñeta contigua. Así subraya esa repetición de la historia, que se hace explícita cuando comienzan los juicios y el reverendo consulta el Malleus Maleficarum, obra que sirvió de guía inquisitorial durante las cazas de brujas medievales más de 300 años antes.
¿Pero de qué se les acusaba? ¿Por qué la persecución? Celos, envidia, rencillas, cuentas pendientes, codicia, secretos, venganza… Exactamente los mismos motivos que, a posteriori, se pudo comprobar que adujeron los dedos acusadores de las giras inquisitoriales europeas por pueblos bajomedievales. Con la diferencia de que en esta ocasión existía un sesgo de género que señalaba a las mujeres que se reunían en secreto para bailar desnudas, reír, contarse historias… todos ellos signos evidentes de brujería y comunión con el Maligno, y no de liberación de aquello de que se les privaba. La misma mirada de sospecha que hoy dirigen otros acusadores a colectivos minoritarios tras haber sido debidamente condenados al ostracismo o apartados en guetos por las mismas personas que les acusan entonces de agruparse.
El autor francés emplea como proverbial abogado del diablo al personaje del juez que es llamado a asegurarse de que los juicios de Salem fueran justos. Este ve una parte de la cruda realidad que ha contemplado el público lector, la injusticia detrás de aquello y, sin embargo, encuentra casi inevitable el conocido veredicto final. En Salem no se condenó a todas las acusadas, pero sí a una pequeña selección de las mismas, los chivos expiatorios que tranquilizaron a un pueblo otorgándoles autocomplacencia y renovada fe cristiana.
Mujeres de Salem es, pues, la historia de una adolescente, su madurez y su autodescubrimiento, y de las mujeres reprimidas de su pueblo. A su vez, es un espejo que nos muestra un rostro deforme de una parte de la Historia, pero no debemos caer en el error de creer que lo que deforma nuestro rostro es el espejo, ya que aunque apenas ha cambiado el vocabulario, las mismas formas persisten en ciertos ámbitos de nuestra sociedad. Con este inesperadamente crudo y violento relato, Thomas Gilbert subraya que aquellas personas ya estaban haciéndose eco de un pensamiento tres siglos anterior a ellas, y ahora vivimos tres siglos después de Salem. La perenne pátina azul oscuro a la que vuelve el vivo color de sus páginas, de trazo feísta y abundante y expresivo juego de sombras, nos retrotrae a esa oscuridad interior que olvidamos cuando nos sentimos libres y creemos que esto es así para todo el mundo. Como nos recuerda el epílogo de Celia Amorós, la lucha por la auténtica libertad continúa.
Mujeres de Salem,
de Thomas Gilbert
Dibbuks
Contenido:
Les filles de Salem (Dargaud, 2018)
Cartoné. 208 páginas. 28€.
Desde el 20/05/2019.
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