«With your cherry lips and golden curls, / you could make grown men gasp.
When you’d go walking past them, / in your hot pants and high heels,
they could not believe / that such a body was for real;
it seemed like rainbows would appear…«
—Garbage, “Cherry Lips (Go Baby Go)” (Beautifulgarbage, 2001)
Vivimos tiempos de sobredefinición. La (imprescindible) atención a la diversidad, en especial en lo concerniente al género, ha llevado a una atomización, a una dispersión de calificativos, fruto en muchos casos de una incomprensión histórica. Hablando en cristiano, la necesidad de algunas personas de obligar a otras a ponerse etiquetas, a encerrarse en cajones (o armarios) ordenados, a menudo bajo una falsa voluntad de entender identidades diferentes a lo que tradicionalmente se ha enseñado, ha llevado a olvidar una verdad incontestable: cada persona es un mundo. La creación de nuevos adjetivos con los que definir (u obligar a definirse) a «El Otro» deja a un lado la individualidad, la personalidad propia, y puede arrastrar a la impersonalidad, a la deshumanización, buscando desacreditar reivindicaciones legítimas como meras modas y dando rienda suelta a la opresión a través del control del lenguaje. Es por esto que es tan importante la publicación de una obra como la que nos ocupa, que reivindica todo lo contrario: el derecho a la indefinición.
La Rosa de Gaëlle Geniller narra un punto de inflexión en la vida del personaje que da título a la obra, un joven bailarín que ha crecido rodeado de mujeres en el cabaret del París de los años 20 (del siglo XX) regentado por su madre, El Jardín, donde todas las trabajadoras tienen el nombre de una flor. Poco a poco, Rosa se va convirtiendo en una de las atracciones principales del local hasta que llama la atención de Amador D’Orpra, un rico editor abúlico en cuyas entrañas al fin se despierta la pasión por algo, la danza de Rosa. Pero esto no es una historia de amor, ni tampoco un drama en el que el supuesto travestismo de Rosa vaya a provocar situaciones violentas: es la historia del descubrimiento de Rosa por parte de la ciudad de París y cómo él siente que los ojos de los demás lo obligan a hacerse preguntas sobre quién es. Preguntas que, en su inocencia y felicidad, rodeado por las Flores del Jardín, nunca se había planteado ni creía necesario plantearse. Rosa es Rosa, y nada más que Rosa.
El guion de Geniller, además de tierno, inteligente y sensible, mide perfectamente los tiempos del no-descubrimiento de la identidad propia de Rosa, empezando por la entrada en su vida de Amador, siempre diligente y jamás exigente; siguiendo por la llegada del torpemente inquisitivo periodista que creerá cantar las alabanzas del bailarín definiéndolo como una curiosidad; y culminando en el retiro temporal al pueblo de Amador, huyendo del exceso de atenciones de París y abrazando la fluidez de la indefinición de Rosa. No obstante, la autora sabe vestir a su protagonista con personajes secundarias que, además de representar con total normalidad diferentes aspectos de lo que se definiría como feminidad, aportan protección, amistad, cuidados y hasta la oferta de ocupar el espacio propio. Todo ello contribuyendo a esa innecesidad de definición de Rosa, que vive como una flor más del jardín, exultante en una eterna primavera.
Y si el texto y el argumento de Geniller ya brillan con luz propia, su apartado gráfico resulta ser la estrella de la función. Como se advierte en la galería de extras al final de la edición de La Cúpula, Rosa iba a ser, inicialmente, un cortometraje animado del que se incluyen una serie de fotogramas, y en ellos ya se da buena cuenta de la delicadeza y buen gusto del arte de Geniller, sobre todo en lo referente al color y la iluminación. Y es que, al igual que en la animación, las figuras humanas cuentan con pocas líneas para definirse, con una limpieza que hace fluir el movimiento y resaltar la expresividad, al contrario que con el nivel de detalle y atmósfera en los fondos, sobrecargados cuando han de serlo y escuetos cuando las palabras o los gestos han de destacar.
A una paleta rica en colores vivos, con prevalencia de tonos cálidos ya desde la portada, asistiendo al rojo de las rosas, se le suma un dominio absoluto de las luces y sombras, tanto en la iluminación de interiores, mágica en el cabaret o cada vez que Rosa baila, como en los paisajes campestres o ante la presencia de elementos naturales. Todos los escenarios que construye la autora están vivos, respiran y fluyen, abrazando a unos personajes que, como el propio Rosa, quedan ligeramente indefinidos por un trazo fino que frecuentemente no cierra la línea, dejando que el color y el entorno completen sus figuras, se disuelvan en los ambientes, se apropien de la vida que les rodea.
Rosa es una obra que, tal y como explicita en su discurso, rechaza una definición y se siente cómoda en la celebración de ese espacio fluido. Si se la quisiera catalogar de «drama de época», la obra se sacudiría afirmando que no busca ser dramática y tampoco pretende tomar un enfoque histórico hacia ese París de los felices años 20; este no es más que una excusa para plantear un escenario festivo en el que, quizá, Rosa podría haber sido Rosa sin mayor consecuencia. Y si habláramos de bildungsroman o novela (gráfica) de formación, nos convertiríamos en ese periodista que pregunta a Rosa por el recorrido vital que le ha llevado al atípico momento actual. Así pues, Rosa es Rosa, una flor radiante cuya belleza admiramos, con cuyo danzar por las páginas nos embobamos, y con cuya autodeterminación soñamos para todas aquellas personas a las que se obliga a encajar en una etiqueta, preguntando qué son en lugar de quiénes son, sin dejarles florecer en su primavera inefable.
Rosa,
de Gaëlle Geniller
La Cúpula
Contenido: Le Jardin, Paris
(Delcourt, 2021)
Rústica. 236 páginas. 34€.
Desde el 28/04/2022.
.
Si te gusta lo que hago, puedes invitarme a un café:
Deja una respuesta