«Hago payasadas, a veces; me busco la vida. Estoy harta de ir tan rápido.
Puedo empezar de nuevo. Dime, ¿qué te parece?»
—Indila, «Parle à ta tête» (2019)

Si algo abunda en la divulgación amateur es el sueño de las reseñas que se escriben en tu cabeza constantemente, pero que luego tienes que convertir en texto, tal vez maquetar y, desde luego, ilustrar con imágenes seleccionadas de entre todas las viñetas de cada cómic. Al igual que en la biblioteca de Lucien, son más las reseñas jamás publicadas que las que sí vieron la luz. Para dar respuesta a tamaña afrenta a los tebeos, inauguraré oficialmente esta nueva iteración del blog/newsletter dando salida a mis pareceres sobre cómics que, por un motivo u otro, no he reseñado en ningún sitio. Pero para ir acotando el espacio y el tiempo (el mío y el vuestro), en esta entrada me ceñiré a:

1) Títulos publicados en 2024. Si os gusta este formato y tenéis alguna otra propuesta de selección, la retomaré como una sección. Para más tebeos recomendables de 2024, las microrreseñas de Instagram.

2) Títulos que haya disfrutado. Esto deja fuera al menos 3 títulos que se han dado de bruces contra mis expectativas y en los que no tiene sentido abundar. Pero en pos de la sinceridad (aka. vuestro morbo) dejo en nota al pie cuáles son y por qué no forman parte de la entrada regular.1 Y así, como norma general, no voy a incluir las obras por las que me han pagado para escribir artículos promocionales aunque haya habido disfrute (lo siento por Los diarios de la boticaria, Angel Sanctuary, La suma de nuestras partes, Viejas promesas, Aprendiz de cuervo, Luces de Niterói, w0rldtr33…)

3) Títulos de los que tenga algo que decir: Y esto aparta otros 3 tebeos porque aún no tengo claro si me gustan, si son fallidos o si no he conectado suficiente con ellos. Es el caso de Casa desastre, de Roberta Vázquez (Blackie Books), que es mitad cuento narrativo, mitad cómic infantil y, pese a tener grandes aciertos (el ratón y la araña punkis), sentí cierta disonancia cognitiva entre el aspecto cuquitrash y la prosa para nenes. Lo mismo con El buen ciudadano, de Andrés Magán (Apa Apa), que tiene grandísimos aciertos entre el absurdismo y lo patético (como si el Cornelius de Marc Torices intentara de verdad ser una buena persona), pero que se me diluye sin rumbo en su segunda mitad. Necesito relectura. Y necesito más páginas en Los sueños del lobo, de Fernando Llor e Ismael Canales (Dolmen), que revisita el mito de Romasanta con algunos de los últimos hallazgos sobre el personaje histórico, pero que no va más allá a nivel argumental. Como si el tebeo fuera un cortometraje que muestras a los productores para que te financien la película… finalmente solo sale a la luz el corto.

Aclarados los criterios, pasemos a la mandanga. Concretamente, al manga que me tiene enamorado desde febrero y que habría entrado en mi Top 2023 si lo hubiera leído a tiempo: Kageki Shōjo!!, de Kumiko Saiki (Distrito Manga). Publicada una primera toma de contacto en el tomo subtitulado Season Zero (por cuestiones burocráticas de cambio de revista en su publicación original) y ya con un número 1 en el volumen de febrero, Kageki Shōjo!! nos cuenta la historia de un grupo de alumnas que consiguen entrar a una prestigiosa escuela de arte dramático. Siendo un émulo de la escuela Takarazuka (donde son mujeres quienes interpretan todos los papeles, masculinos y femeninos, al contrario que en el teatro Kabuki), todos sus personajes tienen distintas aspiraciones, trasfondos y personalidades, cada cual con su potencial y sus tribulaciones.

Es una serie muy rica y que abarca muchos temas de interés para adolescentes (aunque también para adultes que no renuncian a sus sueños y pasiones), sin olvidarse de contar una historia con el arte, la amistad y la sororidad en su centro. Y con un dibujo acorde que no solo no oculta sus referentes sino que, dada la naturaleza metaficcional de las obras de teatro en las que trabajan (Sarasa sueña con interpretar a Lady Oscar en una adaptación del manga La Rosa de Versalles), son referentes celebrados por la propia obra y sus protagonistas. Para mí, la mejor obra que ha publicado Distrito Manga en su andadura editorial junto a Farewell, My Dear Cramer (otra serie de sororidad adolescente, aunque esta en torno al mundo del fútbol femenino).

Sin cambiar de editorial y a punto de su inminente llegada a nuestro país, según se anunció su publicación en España (motivada por la película) subí en la pila de lectura Blue Giant, de Shinichi Ishizuka (Distrito Manga), cuya edición americana permanecía olvidada en una de mis estanterías. ¿Recordáis ese momento en la adolescencia cuando algo hizo clic y empezasteis a seleccionar más cuidadosamente qué música escuchabais, empezando a formar vuestro gusto, emocionándoos hasta la lágrima o el latido fuerte en el pecho con aquella canción…? Si aún permanece en vuestra memoria, o si simplemente compartís la pasión por el jazz del personaje de Ryan Gosling en La La Land (pero prefiriendo que vuestro protagonista no os haga jazzplaining), lanzaos a por este manga de apenas 5 volúmenes (dobles).

En el arranque, su protagonista alcanza ese momento de conexión con el éter a través de la música y que ahora tiene con qué llenar su gran vacío emocional. Y lo lleva hasta las últimas consecuencias, lanzándose a aprender a tocar el saxofón donde nadie lo moleste, a buscar maneras de compartir su pasión, e incluso a hacer sus primeros pinitos en algún local de jazz. Puro amor por la música, puro dinamismo y expresividad en la representación gráfica de las sensaciones que suscita, y pura energía emanando de las páginas como aquella canción a todo volumen en tus auriculares.

Pero basta de adolescencia, hablemos de cosas más maduras como… la infancia. Una infancia que se desarrolla en el corazón de una sociedad matriarcal con la sororidad, el equilibrio natural y la comunidad por bandera. Pastoras guerreras, de Amélie Fléchais y Jonathan Garnier (La Oveja Roja), es una tetralogía (de la que apenas hemos podido leer el primer volumen) que inaugura la colección infantil-juvenil de su editorial políticamente comprometida. Siendo así, no es casual que la premisa parta de un escenario en el que, diez años atrás, los hombres del pueblo se marcharan a la guerra y fueran las mujeres quienes tuvieron que (re)organizar la vida en el valle.

La historia de esta primera entrega se centra en los entrenamientos de la próxima generación de la orden de las Pastoras Guerreras, con un elenco de niñas con posturas muy distintas (ilusión, miedo, expectativas, aspiraciones…) respecto a su futura responsabilidad. El arte de Fléchais, que ya disfrutamos en El hombre montaña o su (in)versión de una Caperucita lupina, aquí recuerda a una amalgama entre la Brave de Pixar y El secreto del libro de Kells. Y aunque pasa por el obvio referente de las amazonas de Themyscira, su mensaje (dentro de lo divertido y adorable de su propuesta) se acerca más a obras como Ama: El aliento de las mujeres, de Cécile Becq y Franck Mangin.

Sin dejar de situar a mujeres poderosas en el centro, otra reseña olvidada (por excelencia, porque escribí dos borradores que tornaron borrados) sería la de Nebesta, de Vanesa Figal y Konata (Planeta Cómic). Para otro día dejaré la apertura de melón sobre la falta de consideración que se tiene, en general, al mangañol por ser «imitación del manga» cuando se aplauden propuestas patrias que imitan sin compasión los modos y maneras del superheroísmo americano o la BD francobelga más clásica. La cuestión: Nebesta es una partida de rol autoconclusiva en la que un grupo de aventureres se lanza a una misión imposible en un ambiente mágico medieval. Pero su líder es una mujer que oculta su verdadera identidad e intenciones por una mezcla de obligación, trauma generacional y peso de las responsabilidades propia y heredada. Y aunque en su corazón también late un yuri, es decir, un romance entre mujeres, el peso de la trama lo lleva la aventura fantástica que rodea a ese grupo de personajes de un nivel inferior del que presumieron para conseguir el trabajo, lo cual deriva en momentos cómicos y dramáticos por igual (inevitable pensar, por su reciente estreno animado, en Tragones y mazmorras, de Ryōko Kui).

Pero si esta riqueza de guion no fuera suficiente, Nebesta es también la puesta de largo de la jovencísima Konata (leed Kohva también, por favor), asistiendo a su progresiva, rápida y cada vez más espectacular evolución artística dentro de esta obra que fue publicada por entregas en la revista Planeta Manga. No es infalible en todo momento (hay una página doble en una escalera donde texto y dibujo no se hablan), pero sí siempre atrevida, pulsátil, sorprendente y transmitiendo toda la fuerza requerida por el relato. Esperaba disfrutar de Nebesta, pero no esperaba hacerlo tanto. Fans de la fantasía y el rol mazmorrero, aquí vuestro maná.

Y de una dibujante tratando de demostrar al mundo todas sus capacidades artísticas con precisión y detalle, a otra que hace lo propio… pero con una estética diametralmente opuesta. Imbécil, de Camille Vannier (¡Caramba!/Astiberri), es un catálogo de rídiculos, ruindades y risotadas a mandíbula batiente como pocos. Con una aproximación absoluta al feísmo pseudoinfantil en su dibujo, la obra está compuesta de tres bloques —»Ruin», «Loser» y «Borracha»— con anécdotas personales en distinto grado de patetismo donde la autora se expone al escarnio y la vergüenza ajena desde la descarnada desvergüenza propia (recordando a Aroha Travé, a Irene Márquez o a la autora del próximo bloque). Y lo hace ya en las propias solapas del libro, en las que pueden verse críticas reales vertidas directamente a su persona y su arte en distintas redes sociales.

Un arte que, sí, es provocador, pero que dista años luz de mostrar una falta de técnica o de la citada atención al detalle, por mucho que haya lectores (comprensible) y hasta divulgadores (fallo del sistema) que consideren que Vannier «no sabe dibujar». Señores, nadie dibuja su propio culo en perspectiva desdoblada como dos jorobas si no es con una intención evidentemente cómica. Otra cosa es que no tiene por qué gustarte ni parecerte graciosa la artista, pero un criterio subjetivo así no pinta nada a la hora de valorar el mérito artístico. Así que, amigas, vamos a partirnos el culo bijorobado con Imbécil.

De hecho, haber leído a Camille Vannier y, poco antes, a Karla Paloma en Ratas es lo que me lanzó a buscar sus referentes y, al contrario que con el sufrimiento que me trajo un año atrás el Querido Callo de Aline Kominsky-Crumb (ahora merece relectura), llegué en el momento perfecto a Julie Doucet. Tanto es así que, apenas dos semanas después de devorar sus dos integrales (1986-1993 y 1994-2016), me topé con el anuncio de que nos llegaba El río (Fulgencio Pimentel). Publicada dos años atrás como Time Zone J («Huso horario J» —J de Julie—), me parece mucho más acertado su título español. Y es que Doucet vuelve de su retiro artístico con una explosión experimental que encabalga sus tropos y temas predilectos (autopercepción, narración de sueños, romances condenados al desastre patético…) con la técnica del fluir de conciencia llevada al terreno de la ilustración y el cómic. Y vaya si fluye El río.

Hay en este cómic páginas que se leen de arriba a abajo, de abajo a arriba, páginas que se arremolinan… El río del título sirve tanto para ese flujo (stream) de conciencia como para el movimiento de los ojos por la página, dada la ausencia de viñetas. Requiere de una constante atención y predisposición de le lectore a perderse en el papel, a penetrar los recovecos de la mente de la autora mientras intenta descifrar lo que está pensando, el orden de los hechos o las voces que se superponen. Además de que todo el cómic sería una larga ilustración de poderoso caudal, con cada página sangrando en la siguiente, cortando bustos parlantes e imágenes evocadoras de épocas, emociones, pensamientos entrelazados… El argumento es anecdótico, una vivencia perdida de 1989 en la que Doucet estableció una relación epistolar con un joven que se marchó a la guerra y se enamoró de ella hasta la obsesión, algo efímeramente recíproco. Así pues, el interés y la potencia de la obra radica absolutamente en la forma, en el cómo, en la anticatarsis de una autora que dice haber perdido la confianza en sus capacidades artísticas mientras construye su obra mas compleja.

Resulta curioso que la obra de Doucet fuera publicada por la misma editorial que poco antes nos había traído Domingo flamenco, de Olivier Schrauwen (Fulgencio Pimentel), otra propuesta que pretendía imitar también el fluir de conciencia, pero en este caso de forma más lineal y menos sorprendente que El río. La referencia más tirada en las distintas reseñas que se han hecho de la obra es el Ulises de James Joyce, la novela cuya fama y mención es inversamente proporcional al número de personas que realmente la han leído. Aquella narraba la vida de tres personajes en el transcurso de un 16 de junio (fecha que siempre recuerdo no por haberla leído, sino porque es mi cumpleaños) y la propuesta de Schrauwen hace lo propio con un protagonista y varias figuras de su pasado y presente a lo largo de un domingo improductivo y aburrido hasta el absurdo.

No obstante, poca conexión más hay con la densa y oblicua novela de Joyce, pareciendo más que Schrauwen estira el chicle para explorar los límites de su elasticidad con ese personaje central, otro familiar inventado suyo. Se proyecta como narrador no fiable a lo largo de todo el extenso tebeo en forma de cuadros de texto superpuestos a escenas propias y ajenas. Así, asistimos a su ego, a la imagen edulcorada que tiene de sí mismo frente a lo que las imágenes, los hechos y los recuerdos de los secundarios nos presentan. Pero también flotan sobre las escenas de tedio y decadencia todos sus pensamientos intrusivos, frases entrecortadas, canciones que suenan en su cabeza… Y ese es para mí el acierto principal: la sensación transmitida de que estamos asistiendo a todo su proceso mental, aunque sea el proceso mental de un imbécil con una vida nada interesante. El aburrimiento que vive traspasa las páginas e invade a quien las lee, pero de forma buscada, así que lo único que hace falta para leer la obra como es debido es nuestra predisposición a mirar al abismo del tedio, maravillosamente representado por recursos gráficos inventivos, colores extraños, viñetas en palimpsesto y una antienergía patética irradiada desde que sostienes el bloque de papel en tus manos.

Volviendo a la autoficción, Se está muy sola en el centro de la Tierra, de Zoe Thorogood (Norma Editorial), es la obra que consolida el talento de su autora tras unos muy prometedores inicios con La inevitable ceguera de Billie Scott, aunque allí mostraba por igual tanto su precoz talento gráfico como cierta ingenuidad de juventud (especialmente evidente en una cuestionable romantización de la pobreza). En el cómic que nos ocupa, Thorogood narra su historia personal desde la publicación de aquel debut en 2020 —truncada su puesta de largo por la pandemia—, hasta el origen de la obra que estamos leyendo.

Así, se intercalan los problemas derivados de su salud mental con los altibajos de la positiva recepción de su primer cómic y el fantasma de las etiquetas sensacionalistas que la catalogaban como «el futuro del cómic» y otras rimbombancias que recaen sobre talentosas jóvenes artistas (como ya ocurriera con Tillie Walden) sin pensar en la presión que se ejerce sobre esas personas. Síndrome del impostor, ideaciones suicidas, autoengaños, relaciones prefracasadas, toneladas de dudas… todo ello impregna la génesis de su segunda obra propia (intercalada con encargos y colaboraciones) y la lleva también a cuestionarse la naturaleza del mismo tebeo. Una premisa muy personal, muy consciente del género autobiográfico en el que va a ser insertada y, por ello, tratando de huir de tópicos del mismo a nivel visual. Y es que es su versatilidad en la experimentación gráfica, desde la caricatura, casi la tira cómica, hasta la metáfora y el simbolismo, lo que convierte a Se está muy sola en el centro de la Tierra en una obra relevante. Arriba hablábamos de las dudas de Doucet, de sus vivencias como autora y de sus «errores» románticos, pero lo que Thorogood nos muestra es que, 30-40 años después, las dudas, errores y percepciones de y sobre las autoras no han cambiado tanto. Salvo porque las autoras de la Generación Z se ven sobreexpuestas y sobrejuzgadas por más medios que nunca desde sus mismos inicios.

Nuevas generaciones de autoras, como las que componen la antología Tupust!: Gu, de VV.AA. (Autoedición), tercera entrega del trabajo de este colectivo vasco que explora, desde el cómic y la ilustración, el poder de los pronombres personales en nuestra sociedad. La primera antología, Ni (Txalaparta), exploraba el yo, el egoísmo, el solipsismo, el autorretrato…, mientras que la segunda, Zu (Autoedición), se centraba en el , la otredad, la entrega, el diálogo… Ahora Gu se fija en el nosotres, la colectividad, la igualdad desde la diferencia, la inclusión, la dicotomía nosotres/les otres, la lucha conjunta. Todo ello con las voces en euskara de 24 artistas, consolidadas o despuntantes, alternándose nombres como Higinia Garay (La palabra que empieza por A) o Sandra Garayoa (En la parte más alta de las nubes) con otros como los de Maite Caballero, Paula Estévez y Ainize Sarasola, el trío de autoras tras Dating Advices for Young Ladies.

Además de los segmentos de las autoras citadas y de la bella y combativa prosa poética sobre el pronombre que da tema a cada antología, destacaría, por ejemplo, dos historias sobre el nosotras integrado en el yo a través de la herencia feminista en «Garen» (quienes somos) de Jone Taberna y «Gu» (nosotras) de Maite Jiménez e Irati Gurrutxaga. Especialmente esta última, cuyo texto e imágenes remiten al miedo y la soledad, combatidas por la pertenencia y la sororidad. Desde acercamientos más simbólicos a otros más llanamente narrativos, las propuestas gráficas y tonales de la antología son muy variadas. Por ejemplo, también cabe destacar la fantasía medieval en «Piztiak gara» (somos bestias) de Maider Leturiaga y el éxodo rural inverso del «Gu» (nosotres) de Ainara Azpiazu, Axpi (autora de la portada). Ambas ponen en valor la familia encontrada, bien desde la aceptación de la «monstruosidad» impuesta, o bien desde el retiro colectivo y la comunión con la naturaleza. Y para concluir, señalar la adaptación que Andrea Ganuza hace de la canción «Efemerideak» (efemérides) de Anari, en referencia a los recuerdos no solicitados, provocados, irremediables, de situaciones ya vividas, de heridas no cerradas. «Elkarri ukitzen diogu efemeridea nahi gabe».

Un tipo muy distinto de colectivismo es el que encontramos en el thriller de terror Gannibal, de Masaaki Ninomiya (Arechi Manga). Con un título que deja poco a la imaginación, el manga parte de una premisa parecida al clásico del folk horror cinematográfico que es El hombre de mimbre de Robin Hardy (1973), aunque con el filtro más sucio de La matanza de Texas de Tobe Hooper (1974): un policía es destinado a un pequeño pueblo de interior, tanto para ejercer el cargo como para investigar lo ocurrido con su predecesor, un veterano que acabó volviéndose loco y afirmando que los habitantes se alimentaban de carne humana. Unido a su familia y ocultando un pasado turbio, el protagonista será bien recibido por la mayor parte del pueblo, pero también advertido desde un principio de que la familia más numerosa, los Gotō, son un clan peligrosísimo que se rige por sus propias leyes y costumbres, y que oculta horribles secretos. La primera temporada de su adaptación a acción real ya está en Disney+, pero no quise acercarme hasta terminar de leer el manga (y es una buena adaptación, confirmo). Su volumen final, el 13º, se publicó en abril y en una tarde me leí los 7 últimos, es decir, 1360 páginas… Un dato que creo que explica mejor la naturaleza de esta serie: lectura rápida, giros y recontragiros que retuercen la trama y enganchan absurdamente, y una tensión constante, pese a los dos volúmenes de flashback antes de la recta final. Una atmósfera sucia y terrible que se acentúa por el dinámico arte de Ninomiya, ocultando sus carencias en un horror vacui de rayitas y movimiento constante que, aunque en ocasiones dificulta la lectura por su elección de planos y cierta falta de profundidad, resulta de lo más efectivo.

Gannibal está repleta de acción, imágenes provocadoras, mucha menos casquería de la que cabría esperar y alguna que otra sorpresa hasta el final. Solo hay un problema clave para recomendar a ciegas esta obra, algo que la impide ser redonda: es una historia profundamente masculina, en forma, fondo y mirada, donde los únicos personajes con agencia son los masculinos a excepción de una mujer que impone y ejerce su poder de manera implacable, con una sombra alargada más allá de su muerte… pero que adquirió ese poder e influencia a través de ser sexualmente utilizada y de convertirse ella misma en objeto sexual para conseguirlo. El resto de mujeres son víctimas de violencia (sexual, física y/o psicológica), elementos adjuntos al protagonista para potenciar su drama y sus motivaciones o elementos que, en última instancia, apenas resultan adornos. En definitiva, uno de esos manga que sí tienen justificadísima su etiqueta de seinen (cómic para hombres adultos). Así que quien desee acercarse a Gannibal, el manga, debe hacerlo con estas advertencias de contenido en mente; no obstante, en la más que solvente adaptación televisiva todo se ve suavizado.

Que una adolescente se sienta observada y hasta perseguida por un señor sospechoso ya es, en sí misma, una historia de terror, y una que seguramente está ocurriendo en este preciso instante en varias partes del mundo. Pero si hablamos de una obra de Hideshi Hino, y además de finales de los 80, cuando aún no había caído en el autohomenaje constante, El sótano del averno (La Cúpula) tiene un potencial perturbador mucho mayor. Y es que siendo Hino uno de los principales cultivadores del relato corto de terror, siempre me ha resultado más estimulante cuando se lanza a la obra larga, como en el caso que nos ocupa: camino al instituto, una joven siente escalofríos al mirar a una mansión desvencijada de aspecto terrorífico, especialmente desde que percibe una figura estremecedora que la observa; acaso el dueño de la mansión, un entomólogo caído en desgracia…

Para dar estructura a sus relatos, Hino a menudo utiliza el recurso de la historia-marco, como el pintor demoníaco de Panorama infernal o el tendero de curiosidades de Historias de la máscara. Sin embargo, aquí opta por un ominoso marco poético, donde una arenga al alzamiento monstruoso y bello de los insectos sirve de soniquete reiterativo a lo largo del tebeo, acompañado de imágenes grotescas que potencian la atmósfera al tiempo que separan los capítulos. El mangaka ha gustado de la iconografía insectil, los guiños a la Metamorfosis kafkiana y la monstruosidad trágica desde El niño gusano de 1975, pero en esta ocasión opta por la transformación como depredación, entre el nihilismo y la misantropía, y con los despertares adolescentes como un brote explosivo que arrasa con el cuerpo (como se ve en la imagen superior). Todo ello disfrazado de misterio terrorífico de subtexto sexual que se torna en apocalipsis antropófago, en un bonito envoltorio de manga para público femenino juvenil. El típico shōjo, ya saben.

Para quienes vieron en Y, el último hombre, de Brian K. Vaughan y Pia Guerra, buenas intenciones pero muchas oportunidades perdidas, tal vez encuentren aquello que buscaba ln en Ōoku: Los aposentos privados, de Fumi Yoshinaga (Tomodomo). Un escenario en el que los hombres han sido parcialmente extinguidos por un virus o enfermedad, llevando a que las mujeres asuman las posiciones de poder y privilegiado tradicionalmente ostentados por ellos. Lo que en el cómic americano era un escenario post-apocalíptico con elementos de ciencia-ficción, en el manga de Yoshinaga es un tebeo histórico que se plantea como una ucronía en la que las intrigas palaciegas se intercalan con el drama y el romance desde lo más íntimo. De hecho, el primer tomo doble (de diez) arranca con la entrada de un joven como concubino en los titulares aposentos imperiales (algo que existió realmente, con los géneros intercambiados), pero concluye estableciendo el origen de la nueva situación y la delimitación del fenómeno al territorio japonés.

Este planteamiento lleva, por contacto con otros países dentro del relato, a que la Historia se reescriba, la fantasía propuesta se imbrique en sucesos reales, y se plantee un diálogo entre los hechos reales y los ficticios mientras se exploran temas históricos, sociales y políticos de Japón con personajes carismáticos, tridimensionales y atractivos (en todos los aspectos). Así, el disfrute de Ōoku es triple: la cautivadora narración que se mueve entre la intriga y el drama romántico, la construcción de un mundo y un tiempo que es eco del nuestro, y el juego constante entre lo que ocurre y lo que ocurrió realmente, planteando un aprendizaje deductivo junto al disfrute puramente narrativo. Una joya que espero que tenga la repercusión que merece, pese a estar en una editorial pequeña como Tomodomo. Y si queréis echarle un ojo antes, Netflix tiene también su adaptación televisiva.

Y para terminar con otro grupo de mujeres protagonizando historias tradicionalmente centradas en hombres, pasemos a la materia de Bretaña: Young Hag, de Isabel Greenberg (inédita en España, aunque sus obras anteriores las sacó Impedimenta y no creo que tarden) es una novela gráfica juvenil que explora los mitos artúricos en una Bretaña donde la magia se perdió hace tiempo. Las leyendas folklórico-literarias conocidas forman parte ya del imaginario colectivo, pero no tienen efecto en el mundo real más allá de guiños (como los nombres/título del trío inicial de mujeres) hasta que encuentran un changeling (bebé sustituido por otro ser de aspecto similar, a manos de las hadas).

Greenberg nunca ha abandonado su tema principal: el arte de contar historias y el papel que las mujeres han tenido en su preservación y difusión oral, pese a la hegemonía masculina en la escrita. Es el punto de partida literal de su Tierra Temprana (tanto en su Enciclopedia como en Las cien noches de Hero) y simbólico de La Ciudad de Cristal (con la cosmogonía de la familia Brontë), y en Young Hag no lo es menos, retroalimentándose de los tópicos, temas y tramas artúricos para resignificar a sus personajes femeninos y poner en valor el relato como semilla de poder en tanto que las creencias modelan la conciencia individual y colectiva, por acción o por omisión. Palabros grandilocuentes para, reincido, contar una historia original dirigida a un público joven con alma reivindicativa, que supone un magnífico primer acercamiento a la tradición británica a la que se adscribe. Magia, aventura, emoción, herencia, sororidad y el viaje de la heroína como armazón reconocible.

Y así termina y empieza el retorno de la newsletter que ya no es TinyLetter (aunque siempre fue más turry que tiny). No prometo periodicidad, porque nunca cumplo. Tampoco prometo coherencia, porque esto va de escribir sobre lo que me apetezca, como me apetezca, con los cómics como punto de anclaje. Pero en un escenario ideal, una vez al mes puede caer una de estas entradas. Hasta entonces, cuidaos mucho, bebed agüita y no defendáis a millonarios, multinacionales ni estados genocidas.

NOTAS AL PIE

  1. Por orden de lectura, Mickey en el campo de Gurs, de Horst Rosenthal (Reino de Cordelia), es un cómic de interesante (no me atrevo a «indudable») valor histórico que, más allá del interés del testimonio directo de un preso judío en un campo de concentración francés durante la II Guerra Mundial, carece para mí de un valor narrativo reseñable. Y en una tónica diametralmente opuesta, muy decepcionado con La princesa que quiso escapar, de Izumi Sawano y Uri Sugata (Arechi Manga), porque esperaba un shōjo romántico divertido y, aun siéndolo en parte, solo encontré tópicos del género, un humor del que apenas dibuja sonrisa y un dibujo bastante genérico. Pero hay otro manga en esta nota, Bocchi the Rock! de Aki Hamazi (Ivrea), y en esta ocasión creo que es, en parte, culpa mía porque era el primer manga que leía en formato tira cómica vertical (yonkoma). No conseguí que el formato no me sacara de la historia y, francamente, ni era una historia muy interesante, ni ayudaba el muy puntual fanservice con niñas de la edad de mi alumnado que, por lo demás, se presentan como cuquis y tímidas. No es para mí. ↩︎